Era una perfecta tarde de verano. El aire
acalorado atravesaba cada poro dormido del invierno y se despertaba con
sensualidad, expulsando gotas doradas que daban brillo a la piel. Sofocante calor que aumentaba con los sorbos
de una cerveza tomada a la sombra de los árboles de una terraza.
Sentada al fresco de la brisa del río,
observaba los reflejos cristalinos de luz que se producían debajo de los arcos
del puente al pasar el agua. Acompañada por una suave música que venía del
altavoz.
Rompió mi corazón la escena que iba a
presenciar. Un acto íntimo liberado espontáneamente. Me sentí como una intrusa
invadiendo algo sagrado, la inocencia, la pureza de dos seres enfrascados en la
alegría.
Un chico con una sonrisa traviesa, apuntó con
la manguera y lanzó el chorro de agua directo a la chica que se acercaba, en
plena calle. No pudo escapar, la cogió por sorpresa y ella protestó con energía
para intentar escapar del chorro, pero iba empapándose cada vez más, su ropa ya
se le pegaba al cuerpo, pantalón, blusa, esculpían sus formas femeninas.
A él le gustó tener el control, ella se
relajó y dejó de protestar, le causó placer sentirse fresquita, dejó resbalar
el embriagador líquido, pero no dejó de
pelear, entre risas la excitación fue en aumento y jugando consiguió que se
mojaran los dos.
Aquellas risas, aquel momento capturado fue
como descubrir un secreto sin pedir permiso. Como profanar un misterio, un tesoro.
Mis ojos se empañaron al ver esa sencilla
felicidad.
Begoña Pombar
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